Existe una opinión que circula en la industria: en el futuro, la energía en sí misma se convertirá en moneda. Más precisamente, activos como Bitcoin, cuya oferta está permanentemente bloqueada, son en esencia una "moneda energética" anclada a la energía.

Imagina ese escenario futuro: el dinero en papel desaparece por completo, las cuentas bancarias se convierten en objetos de museo, y en el teléfono de cada persona solo hay una "billetera de energía". Los gastos en gasolina al conducir, la potencia de cálculo quemada para entrenar modelos de IA, los gastos de electricidad de los robots domésticos—todas las transacciones y liquidaciones se basan en puntos de energía reales. Esa será la recurso más escaso del futuro, y Bitcoin será como ese "certificado de energía" que nunca podrá ser falsificado.

Pero para que este sistema realmente se implemente, primero hay que responder a varias preguntas difíciles: ¿quién controla la emisión de la moneda energética? ¿Quién mantiene el libro mayor global de energía? ¿Quién define los estándares tecnológicos subyacentes? ¿Cómo se distribuyen los límites de energía? Estas preguntas aún no tienen respuestas estándar, solo pueden dejarse a la evolución de la tecnología y las instituciones.

Sin embargo, desde la tendencia actual, hay una cosa clara: la energía está convirtiéndose en el principal referente de precios en la economía global. Para aprovechar esta oportunidad, la estrategia en esta etapa es muy clara: enfocarse en la infraestructura. Primero, hay que valorar Bitcoin, como prueba de la moneda energética, cuyo valor está estrechamente ligado a la extracción y consumo de energía; segundo, hay que centrarse en los actores clave en la cadena industrial de energía—empresas eléctricas tradicionales, energías fósiles y energías renovables. Estos son los pilares que sostienen todo el sistema económico energético y también los verdaderos beneficiarios.